lunes, 11 de marzo de 2013

Noctambulo


Noctámbulo

            La fría noche envuelve mis pensamientos. La suave sal se desliza por la lluvia. Perfecto panorama.
            Avanzando entre la tenue oscuridad se pueden encontrar todo tipo de anécdotas, recuerdos, experiencias de viejos chiflados buscando algo de atención. Y yo. Y mis zapatos nuevos navegando por la calle. Ni siquiera los tejadillos resguardan todas estas lágrimas, el fin del mundo se acerca y todos seguimos solos.
            Creed y os será concedido. Pero no cambia nada. Nadie escucha, porque a nadie realmente le importa; su inconsciencia es tan armoniosa... si pudiera entenderla.

            Ando, y ando; camino, y resbalo. Me levanto preguntándome para qué, si probablemente en algún otro momento, de alguna manera distinta, caeré de nuevo, pensaré lo mismo, y perderé a la misma persona vista desde un prisma distinto.
            La felicidad nos hace sentir vivos, la pena crea impotencia, el odio rabia, y el dolor... es la única sensación que nos hace observar el presente cara a cara. Y ahora noto la lluvia.
            Mis posibles rectificaciones pasan fugazmente, pero a cada instante recuerdo que todo se basa en un círculo vicioso, y que aunque diga que solo duele hoy, en algún momento volverá a doler, pasará de nuevo y navegaré en el mar con mis zapatos para mantenerme a flote.
            Todo cuanto necesito es observar el infinito y ser un navegante más. Pero la obsesión es demasiado densa; agarra, atrapa, quema y me consume lentamente... me convierto en la cera de la vela que resta encendida durante días, deformando su existencia para acabar olvidada. Y me olvido de mí.
            El amor es un presente, una curiosidad pasajera, un todo volátil y frívolo que engaña a cualquiera que deja enredarse. Aún no he conocido persona alguna que sin darse cuenta no se vea deshaciendo nudos provocados por él mismo. Yo ya no deshago; prefiero no jugar con el corazón, la razón hace menos daño.
            Una parada de bus. Pero no quiero volver a casa. Solo me siento y admiro el espléndido y majestuoso pasar del tiempo. El silencio desacelera la realidad, y me deja pensar claramente. Pero no quiero pensar.
            Los desconocidos son personas insólitas; y más a estas horas. Uno se ha sentado conmigo. Me distrae analizarle. Es reconfortante ver que no soy el único que deambula de la mano de la noche. No comprendo la finalidad de su sombrero; una chistera sin conejo, mojada y descolorida. Un traje de gala, para un espectáculo acuático; y zapatos de claque para un último baile.
            En algún instante se me ha pasado por la mente la aterradora curiosidad por lo desconocido; pero no voy a preguntar. Ganaría un conocido estrambótico, con el que ahogar penas sin alcohol. No me compensa.
           
“¿Porqué crees que estás solo?”

            Su pregunta solo hace que le observe más detenidamente. Él mira al frente; y yo resto mudo.

“No se necesitan palabras para describir la soledad, amigo”

“No soy su amigo.”

            Aparto la mirada y observo el océano ondeante desbordándose en la acera. Pequeñas olas chocan contra la piedra, creando salpicaduras que desvaneciéndose en la lluvia pasan desapercibidas, salvo por su sonido incesante e incomprensiblemente monótono. 
            Babia desaparece en un instante. Y comienza de nuevo su voz.

“Algunas personas creen que el amor es simple atracción; que acontece o pasa de largo. Ese sentimiento se expresa al mundo entero, no a una sola persona.”

            Me giro. Y su cara me observa.

“¿Qué tiene que ver eso conmigo? No me conoce.”

“No tiene que ver contigo, esto nos afecta a todos.”

            Para muchos la locura ajena es algo escalofriante. Para mí es una forma de crear expectación.
            Saca un puñado de cartas. Desordenadas. Húmedas. Viejas.

“Coge una.”

“¿Cómo?”

“Me has oído.”

            Carezco de posibilidades de perder algo más. Estiro la mano y agarro la primera.

“4 de Corazones, ¿y ahora qué?”

“¿Qué carta consideras que concuerda con esa?”

“¿Cómo que qué carta?”

“Observa esa carta, y dime que otra carta se te pasa por la cabeza.”

“Pues... el 4 de Tréboles.”

            Del mazo de cartas que sostiene en la mano abre la primera y saca esa carta.

“¿Es usted mago, no?”

“Para nada. Es simple azar.”

“No lo es. Acaba de sacar la carta que le he dicho.”

            Posando el mazo en el suelo, mantiene el 4 de Tréboles en la otra mano.

“El amor, amigo mío, no es más que azar y elección de decisión. Tú puedes creer que una persona simplemente es correspondida con otra por parecido, por mismo estatus, por misma belleza externa o interna.”
“¿Y acaso no es así?”

            Me acerca la carta, hasta tal punto que distingo los bordes deshaciéndose por la continua lluvia.

“Observa bien. Nada cambia.”

            Con un movimiento de dedos consigue un 360º con la carta. Al darle la vuelta la carta se convierte en un As de Diamantes. Pero el borde sigue siendo el mismo.

“Vaya... eso está muy bien. Tendrá que enseñármelo en algún momento.”

“Coge la carta.”
           
            Acercándomela a la mano la sujeto.

“Las personas funcionan igual. No depende del número o del palo. No depende de nada. Una carta es una carta. Y nunca está sola. Tiene una infinidad de cartas iguales que ella, y si te fijas bien, son todas igual de perfectas. ¿No crees que pasa lo mismo con las personas?”

“Las personas son egoístas. Las personas mienten. Las cartas ni piensan, ni hablan. ¿Qué tiene eso de parecido?”

“Las cartas son egoístas, y claro que mienten. Cada una es única y tiene su propia forma de esconder lo que les hace especiales. Pero eso no quiere decir que no sean perfectas, ni que de cualquier modo puedan unirse entre ellas. Ninguna esta sola, aunque sean todas distintas. Las personas no están solas, simplemente no ven su mutua soledad, e irónicamente, eso las hace estar más unidas. Como dos desconocidos, que por sentirse apartados del mundo, se hacen inconscientemente compañía, en un diluvio repentino. Por lo tanto, ¿porqué crees estar solo?”

            Ha dejado de mirarme. No busca una respuesta. Trata de encontrar mi propia reflexión interna. Y yo solo trato de comprender.

“Una noche espléndida para una carta solitaria buscando su baraja, ¿no crees?”

“Creo que al final todas las cartas tienden a perderse.”

“Como se van a perder, si una carta solitaria carece de existencia; simplemente está barajada de forma distinta que al principio, pero nunca resta sola. Y las personas son iguales. Que cambien las circunstancias no quiere decir que estemos solos.”

            El búho posa el ancla frente a la parada. Y el mago se levanta, olvidándose de su baraja. Sube por las secas escaleras de una dirección descocida.

“¡Se le olvidan las cartas!”

            Se gira. Sonríe.

“Son solo cartas. Y su limitación crea una metáfora adecuada. Pero la suerte que tenemos nosotros es que nuestra infinidad cruza límites que no llegamos comprender. Somos tantas cartas solitarias, que nos da miedo no saber elegir. Cualquiera de todas ellas posee el don más perfecto que existe. La vida.”

            Cerrándose el sueño, despierto de nuevo bajo el mar.
            En la mano dos cartas en blanco, Babia en la mirada, y en la mente la verdad más perfecta que jamás me han contado.
Gracias desconocido.

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